En tiempos antiguos, cuando los animales aún podían adoptar forma humana para convivir con los hombres y enseñarles el respeto hacia la naturaleza, existió un joven tan apuesto como el brillo de la luna. Su rostro delicado, sus ojos llenos de misterio, y su sonrisa suave robaban las miradas de todos los que se cruzaban con él. Vestía un largo abrigo negro, de una tela tan fina que parecía absorber la luz del sol, y un sombrero de copa alta que acentuaba su porte elegante. Todos los días, él se encontraba en la estación de tren, un lugar de paso entre el mundo de los hombres y el mundo de los seres que habitan los valles y montañas.
Aunque muchos intentaron acercarse a él, el joven jamás dejaba que nadie se le acercara demasiado. Nadie sabía de su vida, ni de su origen, ni de sus secretos. Su presencia era un enigma, como si viniera de un lugar lejano donde el tiempo no marcaba su paso.
Un día, una joven, de porte altivo y actitud decidida, decidió que sería ella quien conquistara el corazón de aquel hombre tan misterioso. A pesar de la indiferencia que él mostraba, la joven se acercó y comenzó a hablarle con dulzura. «Mientras tú trabajas,» le dijo con una sonrisa traviesa, «yo te llevaré el almuerzo. Y a cambio, solo te pido algunas joyas, que seguro tú podrás darme, ya que eres un hombre tan elegante y distinguido.»
El joven, que vivía solo, aceptó la oferta sin pensarlo mucho. Le pareció bien que alguien se ocupara de él, aunque no comprendía por qué la joven insistía tanto en los adornos y las joyas. Así pasaron los días, y la joven le llevaba el almuerzo, mientras él permanecía sentado, sin hacer nada que pareciera trabajo. Ella pensaba que, siendo tan fino y de apariencia tan rica, él debía ser el jefe de alguna gran obra o negocio, pero nunca veía a nadie más a su alrededor, y su curiosidad empezó a crecer.
Un día, después de no recibir ni una joya ni los vestidos finos que le había prometido, la joven decidió enfrentarse al joven. «¿Cuándo me darás lo que me prometiste?», le preguntó con tono desafiante. «No te he visto trabajar ni un solo día.»
El joven, con su sonrisa intacta, le respondió: «He estado trabajando muy duro, pero mi trabajo es especial. Si deseas, puedes venir a verme a partir de las seis de la tarde, cuando estoy en pleno trabajo.»
La joven, impaciente y ansiosa, aceptó la propuesta, convencida de que encontraría la evidencia de la labor que él decía hacer. Cuando llegó al lugar al caer la tarde, se sorprendió al encontrar el sitio vacío. No había nadie trabajando, ni siquiera huellas de esfuerzo. Al día siguiente, le reclamó al joven, quien insistió en que sí había estado trabajando. «Ayer hubo un derrumbe y estuve trabajando toda la noche para arreglarlo», le dijo. «Estaba tan cansado que apenas pude descansar.»
La joven, desconcertada, recordó algo que había visto la noche anterior. Aunque el joven no parecía haber trabajado, ella había observado a unos escarabajos que se movían rápidamente de un lado a otro, transportando comida en sus pequeños caparazones. Aquel espectáculo de la naturaleza la había desconcertado, pero había algo en su mente que no la dejaba tranquila. En su curiosidad, comenzó a molestar a los escarabajos, poniéndoles piedras y bloqueando su camino, disfrutando al ver cómo se esforzaban por sortear sus obstáculos.
De pronto, la joven comprendió lo que sucedía. El joven no era un hombre común; él era el Carrilano, un ser que adoptaba forma humana para vigilar y proteger a los escarabajos y su vital trabajo. Los escarabajos no eran simples insectos, sino seres fundamentales para el equilibrio de la naturaleza, y el joven, con su abrigo negro, era su guardián.
Aterrada por haber molestado a esos pequeños seres que él protegía, la joven comprendió que su hermosa apariencia no era más que una ilusión. El Carrilano no era un hombre común, sino una criatura de la naturaleza, que había adoptado forma humana para enseñarles a los hombres el respeto por los seres más pequeños y humildes.
Con el corazón lleno de arrepentimiento y miedo, la joven huyó, deseándole al Carrilano que le llegara el mal por su engaño. Sin embargo, el joven, con una sonrisa tranquila, nunca la persiguió. Sabía que el destino de cada ser estaba sellado por sus propias acciones.
Desde aquel día, el Carrilano continuó su labor, cuidando a los escarabajos y a la naturaleza, mientras la joven se alejó, sabiendo que su ambición le había costado más de lo que imaginaba.
Moraleja: La belleza y la apariencia externa pueden engañar, pero los secretos más profundos de la vida residen en la conexión con la naturaleza. Aquellos que buscan obtener ganancias sin respeto por los demás, incluso por los más pequeños, tarde o temprano aprenderán que el equilibrio de la vida no puede ser alterado sin consecuencias.
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